He tenido la fortuna de recorrer muchos lugares en unos cuantos países. Algunas veces lo hice por trabajo, otras por el placer de viajar y las más, para encontrarme. Encontrarme porque estaba perdido, sin saber cuál era mi casa, ese lugar al que uno siente que pertenece.
He tenido la fortuna de ser un viajero, no un turista. Viajero que ha podido compartir experiencias, conocer comunidades,
aprender costumbres, incluso trabajar por el desarrollo de lugares inhóspitos, recónditos, pero llenos de esperanza. Lugares que han cambiado mi vida.
He tenido la fortuna de desaprender, para poder aprender después. Desaprender que el mundo es sólo lo que uno conoce. Aprender que uno pertenece a todos los lugares que pisa. Que uno pertenece también a los que caminaron ese camino por mí, a los que hicieron la senda con su esfuerzo y su sudor.
He tenido la fortuna de disfrutar hasta sus casi 95 años a mis abuelas.
La pandemia o la vejez (nunca lo sabremos), se llevaron de esta realidad a mis dos faros. Una de campo, otra de ciudad. Dos mujeres sin bando que sobrevivieron a una guerra, que tuvieron vidas duras, pero que supieron sortear con sus valores, con su arraigo.
He tenido la fortuna que su camino allanara el mío y que su amor fuera más fuerte que la necesidad de comprender mi manera de vivir. Gracias a ello comprendí lo que nos hace humanos: en cualquier realidad y en cualquier lugar, a la hora de la verdad a todos
nos nacen las mismas preguntas, los mismos miedos, las mismas inquietudes.
Y esas preguntas, esos miedos, esas inquietudes, se resuelven de la misma manera en todas partes: poniendo nuestro talento, nuestra energía, al servicio de los demás por un bien más grande que nosotros mismos. Es la humanidad en estado puro, la incontenible
felicidad del generoso, del que se libera del ego.
En realidad no sé mucho de la vida, pero sí soy un buen observador. He podido observar como hay personas que activan cosas y cambian realidades. El cambio se trata de gobernanza, de cooperar, de ilusionarse con proyectos comunes. De legar a las siguientes generaciones. De amar nuestro entorno, protegerlo.
Y entonces la vida me llevó al Alto Tajo, un territorio lleno de naturaleza, de sueños, de esperanzas. Un territorio donde las personas son capaces de pertenecer al pueblo de su vecino, donde las personas regalan su tiempo al bien común, donde las personas crean asociaciones y donde las asociaciones confluyen en una federación.
Federación, que suscribe esta revista y que es el germen, la semilla, del territorio que ha decidido ser el faro de la España Rural, como lo fueron para mí mis abuelas. Faro que desprende luz, no la guarda, como todas esas personas que se liberan de la pesada mochila del ego y deciden que su casa, el Alto Tajo, es el lugar donde los que viven sean felices, donde los que se fueron puedan volver, donde los que vendrán encontrarán un lugar lleno de comunidad y naturaleza. El lugar donde los que nos perdimos, podamos encontrarnos.
Por eso no importa dónde esté, siempre perteneceré al Alto Tajo. Y cuando quiera explicarle a alguien en Salamanca, Colombia o Tailandia lo que significa para mí la cogobernanza, la ilusión territorial y para que sirve un proyecto común, les hablaré como altotajeño que ya soy y les recordaré gracias a quién fue.
Luis de Cristóbal
Director de Repueblo y autor de La Revolución Individual